Gambia 17 de diciembre del 2012: Kombo Beach

03.04.2013 14:59

 

Después de un copioso desayuno y ya descansadas de la excursión del día anterior,  buscamos el mejor sitio en la playa del hotel y nos acomodamos en las tumbonas. Elena saca su libro electrónico y retoma la novela de Julia Navarro, mientras yo saco mi libro de sudokus.

-        ¡Esto es vida! En Madrid un frío que pela y aquí con 23 grados. ¡Se está en la gloria!

-        Hoy nos vamos a comer una langosta, me contesta.

-        ¡Bien!

Al parecer otro de los atractivos turísticos para los europeos es el marisco. Yo que no he catado langosta, tenía como objetivo, degustarla allí. Antes de empezar con los sudokus, observo mí alrededor y le comento a Cayetana:

-        Hoy han desembarcado dos morsas en la playa, a la derecha.

Ella mira y retomando la lectura dice:

-        No son morsas Gunilla, por el tamaño, son vaca-burras.

Puedes averiguar la nacionalidad de los visitantes por el color de su piel, los tatuajes o el tamaño de sus carnes. Una alemana con un tatuaje en el brazo y generosa en carnes - podría tatuarse en su cuerpo la historia de la humanidad- ha entrado en el agua de la mano de su pareja, un señor entrado en años y con buena barriga cervecera. Al acercarse una ola que empieza a romper, la señora se da la vuelta y...

-         ¡El espectáculo es atroz! ¡La barriga se le desparrama tapando el bikini y los enormes pechos le caían a la altura del ombligo! Esto es lo que yo llamo, gente sin complejos.

Intento borrar la imagen y miro en dirección contraria. Me concentro en cómo rompen las olas y sin darme cuenta se acerca un vendedor de fruta y comienza otra vez el protocolo de bienvenida.

-         Hey young girls!

-         It´s me. Kevin Kosner. Don´t you remember?

Cayetana sigue leyendo su novela, concentrada y cejijunta. Yo no puedo más que reírme del alias del chico.

-        No thanks, abaraka!

Viendo el panorama, lo cierto es que somos las más jóvenes de la playa, es como si nos hubiéramos colado en un viaje del INSERSO.

 

Decido descansar de los sudokus y adormilarme, pero ya es tarde se acerca el socorrista de la playa y se sienta a enseñarnos el mandinga –perdón, que me expreso muy mal, lo que nos enseñó fue palabras en mandinga-.  Mientras, nosotras nos mirábamos preocupadas viendo que en ningún momento miraba a la playa.

-        ¿Qué clase de socorrista se permite dar la espalda al agua?, dice mi twin cuando por fin se marcha.

-         ¡Menos mal que sabemos nadar!, apostillo.

En el nuevo grupo que ha llegado hoy, hay una pareja de jóvenes que aún tienen cintura.  Por el color blanco de su piel y el peinado Adolf del varón –poco pelo rasurado en el cogote, un tupé que intenta disimular su amplia frente y un incipiente bigote al estilo Cantinflas-, deduzco que es también alemán.

Decido dar un paseo por la playa, mientras mi hermana compungida, sigue con la lectura de la novela Dime quién soy.

Un paraíso interminable de arena blanca y palmeras se abría frente a mí. Eso sí, era consciente que los vendedores acudirían a mi piel blanca, como los mosquitos.

De repente me vi en la desembocadura de un riachuelo con dificultades para continuar.  Mientras evaluaba si dar la vuelta o seguir, Francis, un chico gambiano con una barca, se ofreció a pasarme, pero,  al ver a otro turista cruzar, comprobé que no cubría mucho, decliné la amable invitación del barquero y continué mi paseo.  

Nada más cruzar, me topé con un grupo de buitres cerca de la orilla y los estuve observando. Mientras uno picoteaba unos huesos, los otros esperaban agrupados su turno.

De vez en cuando, mi paseo se veía interrumpido por los captadores o ganchos de negocio, que al llegar a la  zona de los chiringuitos, intentaban convencerme de que entrara a comer. Yo abría los brazos para que vieran que no llevaba dinero.

-        No money, abaraka!

Llegaba a la meta que me había marcado, un puesto de socorrista, en alto, el único que había visto y de frente venían dos policías. Los dos de negro -por dentro y por fuera- con sus botas y su gorra de visera y….

-         ¡Cogidos de la mano!

Mi cara les hizo reaccionar y se soltaron.

Cuando llegue a nuestra sombrilla, Cayetana seguía concentrada en la lectura y junto a nuestra sombrilla había “un cuerpazo moreno”, tumbado en una hamaca.

Tenía intención de echar un sueñecito, pero un vendedor, me pilló con la guardia baja y traté de acortar con mí:

-        No thanks, abaraka!

Fue entonces cuando Kunta Kinte se dirigió a mí y me preguntó que quién me lo había enseñado y me recomendó que dijera: joney abaraka! Se presentó, pero, creedme, soy incapaz de recordar el nombre. Sólo sé que era mandinga, nacido en Gambia y que trabaja como enfermero en Estocolmo. Había venido de vacaciones a su país y estaba rodeado de guiris (expresión andaluza para extranjeros).

El chico, ya madurito, tenía un cuerpo que podemos denominar “danone” -sólo mejorado por el de mi churri -, y muy buenas maneras. Cuando me quise dar cuenta, Elena, levantó los ojos del e-book y se metió en la conversación. A partir de ese momento, yo desaparecí. Kunta Kinte me había engañado, me había utilizado para llegar a Cayetana. Mi ego estaba muy resentido.

Mientras ellos conversaban me acordé del comentario del vigilante del hotel el primer día. Se acercó a mi tumbona, mientras mi twin leía y me dijo algo en relación al “botton” (trasero) de mi hermana.  Entonces pensé que era una descortesía, pero parece que es una costumbre local, lo de ganarse el ligue a través de la familia.

Estaban claras dos cosas:

1.     Hoy no comeríamos langosta, pues el marisco es afrodisiaco y haría a mi hermana vulnerable a los encantos de Kunta.

2.     Mi hermana era la fruta de la pasión para los mandingas. A ellos les gustan las carnes y mi cuerpo atlético no les atrae.


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